Oscar Wilde pagó un alto precio por su atrevimiento al desafiar a la sociedad victoriana y sus códigos sociales. Dicha moral consistía, básicamente, en que uno podía hacer lo que quisiera siempre y cuando guardara las formas. Ya se sabe: vicios privados, públicas virtudes. Wilde pensó que su fama y su talento actuarían como salvoconductos y que podría vivir libremente, dando rienda suelta a sus apetitos y pasiones. Se equivocó. Bastó una denuncia del padre de su amante, Lord Alfred Douglas, para verse envuelto en un proceso que le condujo a prisión durante dos años. Nunca se recuperó. Sus últimos días los vivió con una identidad falsa en París, en la más absoluta miseria, él, que había sido un declarado y arrogante esteta. Desde su entrada en el Trinity College, en Dublín, continuando con su estancia en el mítico Magdalen College de Oxford, demostró con creces su ingenio, sentido del humor y capacidad fabuladora. Comedias como La importancia de llamarse Ernesto, relatos como El gigante egoísta o novelas como El retrato de Dorian Gray, son una buena muestra de ello. Una controvertida estatua en Merrion Square, muy cerca de su vivienda en Dublín, nos recuerda su procedencia.
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