Los buenos soldados
Si ciertos dirigentes políticos, sobre todo quienes exhiben un patriotismo a ultranza entreverado con generosas dosis de sólida fe cristiana, se preocupasen lo más mínimo por ser consecuentes con sus cacareados principios, no enviarían impunemente a muchachos de 19 años a morir y matar en aras de una geopolítica que oculta en realidad bastardos intereses económicos. De eso, del envío de adolescentes norteamericanos a un barrio de Bagdad, Rustamiya, por donde no aparecen los líderes mundiales en sus fugaces visitas, ni siquiera el tiempo justo para salir en los telediarios un par de minutos, es de lo que trata el excelente libro de David Finkel, Los buenos soldados. Durante ocho meses, este periodista galardonado con el premio Pulitzer por su cobertura de otra guerra, esta vez en Yemen, comparte el día a día de un batallón, los Rangers del 2-16, dirigido por el disciplinado coronel Kauzlarich, y nos relata con un hiperrealismo desolador, en trece capítulos, encabezados cada uno de ellos por un fragmento de los discursos del entonces presidente George Bush, catorce días concretos de su actividad, en los que mueren otros tantos militares. El catálogo presenta un variopinto surtido de horrores, desde cuerpos calcinados, mutilaciones varias, el deslizamiento fulgurante hacia las regiones de la locura y la desesperación, el miedo incrustado en las entrañas, hasta la sinrazón más absoluta, la pérdida de todo sentido, de cualquier argumentación inteligente que sirva para explicar la macabra danza de la muerte, con unos soldados que tenían que protegerse del asedio y la hostilidad continuos de un país, Irak, al que supuestamente estaban liberando.
Estremece sobremanera el conocimiento del trasfondo familiar, los sentimientos de las viudas y mujeres que esperaban su retorno, el de los soldados, sanos y salvos, a su país de origen, Estados Unidos, como también estremece, y subleva, enfurece, irrita, el absoluto contraste entre las triunfalistas declaraciones de Bush y la cruda realidad que el batallón estaba viviendo, la forma obscena en que los hechos eran ignorados, la indecente y macabra manera en que maquillaban las estadísticas y prostituían la verdad. Finkel tiene el mérito incuestionable de actuar como un guía profesional en este viaje al corazón de las tinieblas, sin tomar partido, limitándose a reproducir, con la fidelidad de un espejo, la otra cara de la luna. Aquel infierno, ¿recuerdan?, empezó a configurarse con una publicitada foto de tres sonrientes estadistas en unas islas atlánticas, las Azores.
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