Magnitudes y sentimientos
El vistazo que echa Azúa a los últimos años de historia española es, ya decíamos, amargo. Quizá porque la consideración de magnitudes históricas invita (a veces con café, copa y puro) a un pesimismo descarnado. ¿Dónde están las cosas buenas? ¿Aquellos placeres e ilusiones? Se los traga lo malo. La capacidad evocadora de un desastre o de un fracaso colectivo erradica de la memoria, cuando hace balance (los perniciosos balances), la vitalidad y la alegría de los momentos fugaces en que el mundo parecía tener sentido. Las felicidades pequeñas y los pequeños consuelos apenas dejan huella. Y, si la dejan, hay que cavar para encontrarlos. La apreciación rectilínea del tiempo es lo que tiene: busca coherencia, y la coherencia la proporcionan más eficientemente los naufragios que los espléndidos atardeceres.
Temo que pase lo mismo con la biografía. En toda su magnitud, los errores gozan de una altura y preeminencia que jamás alcanzan los éxitos obtenidos. Estos se aparecen como simples incidentes, discontinuidades en los trazos mayores de la vida. Aún hay aquí otra cosa, y es que cuanto más prolongada es la perspectiva temporal, más viejos nos hemos hecho. Y la propia caducidad realza la caducidad de todo, vistiéndolo de nuestra propia mortaja.
Mejor sería romper la línea en mil pedazos y comprimir el mundo observado hasta que nos quepa en la palma de la mano.
Temo que pase lo mismo con la biografía. En toda su magnitud, los errores gozan de una altura y preeminencia que jamás alcanzan los éxitos obtenidos. Estos se aparecen como simples incidentes, discontinuidades en los trazos mayores de la vida. Aún hay aquí otra cosa, y es que cuanto más prolongada es la perspectiva temporal, más viejos nos hemos hecho. Y la propia caducidad realza la caducidad de todo, vistiéndolo de nuestra propia mortaja.
Mejor sería romper la línea en mil pedazos y comprimir el mundo observado hasta que nos quepa en la palma de la mano.
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