domingo, 28 de noviembre de 2010

John Keats

Murió Adonais y por su muerte lloro.
Llorad por Adonais, aunque las lágrimas
no deshagan la escarcha que les cubre.
Y tú, su hora fatal, la que, entre todas,
fuiste elegida para nuestro daño,
despierta a tus oscuras compañeras,
muéstrales tu tristeza y di: conmigo
murió Adonais, y en tanto que el futuro
a olvidar al pasado no se atreva,
perdurarán su fama y su destino
como una luz y un eco eternamente.

     (primeros versos de Adonais, de Percy B. Shelley)

Que 25 años, bien aprovechados, dan para mucho, fue algo sobradamente demostrado por el poeta inglés John Keats. Pese a sus problemas financieros, su letal tuberculosis y, sobre todo, la habitual ceguera e ineptitud de los críticos, logró en tan breve existencia dejarnos unos cuantos poemas que, como los personajes inmortales de su cantada urna griega, permanecerán para siempre en la memoria colectiva, como parte inalienable del patrimonio humano. Keats declaró que su única religión era la belleza, y a ella, en sus diferentes formas y epifanías, dedicó su corta vida. De entre su obra, destacan poderosamente sus Odas y los Sonetos. A su muerte, en Roma, un amigo poeta, Shelley, le dedicó el poema Adonais. Hoy día, nadie recuerda a los críticos que le aconsejaron que dejara la poesía y se dedicase al trabajo de farmacéutico, para lo que estudió. Nadie sabe dónde se pudren los restos de sus críticos acerbos y arrogantes, pero son miles quienes, en su peregrinaje a Roma, rinden tributo a la memoria de Keats en el cementario protestante de la capital italiana.

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