Los últimos cambios aprobados por la RAE han vuelto a abrir la vieja polémica sobre la ortografía. Son muchos, y no solo escolares, quienes ponen en tela de juicio la sensatez de un corpus normativo enrevesado, con numerosas reglas y excepciones, que acaba por convertirse en un callejón sin salida o en uno de esos bancos de arena donde caen enfurecidos golfistas, y son también muchos quienes abogan por una simplificación radical, con sugerencias tales como la supresión de la h, la v, la q y alguna otra grafía que, en su opinión, solo sirve para dificultar nuestra capacidad comunicativa. A esas buenas gentes se me ocurre replicarles que el mundo, la naturaleza, la sociedad misma, son por desgracia sumamente complejos. No he tenido noticia de grupos quejosos de la morfología de los cuerpos, por ejemplo, con su lista interminable de músculos, huesos, arterias, venas y demás componentes. O de la composición química de los elementos. O de la redacción sinuosa de las condiciones de un préstamo o una tarjeta bancarios. La escritura de una palabra obedece a una herencia evolutiva, a una lógica, a una mímesis, a factores históricos, culturales, sociales... La h inicial marca, en castellano, la presencia pretérita del fonema /f/, la b y la v no se pronunciaban igual (a uno de mis maestros, don Antonio el Cojo, se le agitaban los pelillos del bigote cuando pronunciaba la v en los dictados, ya que es un fonema labiodental, y no bilabial, como la b), y así hasta el infinito. Creo que el problema con la ortografía no es su dificultad, sino la pérdida del hábito lector. Si uno ve la palabra víbora escrita cien veces, no es preciso que aprenda norma alguna para saber escribirla bien. Y si después de leerla cien veces, el sujeto en cuestión sigue escribiéndola mal, tiene efectivamente un problema, pero no precisamente ortográfico.
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